viernes, 11 de enero de 2013

"La amante de Stalin"

Esta autora tiene algo para decir, y lo escupe desde la tripa, sin pedir permiso, sin presentar sus credenciales. Esto es lo que hace única a La amante de Stalin: no tiene género ni sufre del típico síndrome autista de las novelas sin género.




"La amante de Stalin"
Luz Marus
Pánico el pánico, 2012
ISBN: 9789871917013



















Reseña de "La amante de Stalin"
Por Juan Manuel Candal




Cuando recibí el ejemplar de La amante de Stalin, lo primero que noté fue que tenía la punta inferior de la tapa notoriamente doblada hacia afuera. En ese momento no saqué conclusiones, pero no es una imagen gratuita: el libro, con su portada en gama de grises, es un objeto pequeño y bello; el descuido con el que el ejemplar había sido tratado, ese pequeño quiebre que formaba un triángulo y deslucía la presentación del volumen completa la mejor síntesis que se puede hacer sobre el contenido.

Tirame las tropas, que me gusta.

Toda la novela de la debutante Luz Marus se puede leer como una suerte de carta neurótica de amor y despecho. Es una lectura limitada, por supuesto, una mirada frívola e incompleta, pero la autora le permite al lector ingenuo llevarla a cabo. En realidad, casi no hay argumento en estas páginas atomizadas. Lo que Marus hace desde el primer momento es ofrecernos una entrada a su mundo, a sus obsesiones, a su mente. Quiere contagiarnos su neurosis, que autor y lector compartan una folie à deux. Y para eso es necesario que nos cuente que conoció a un afamado escritor algún tiempo atrás, un hombre al que le pagaba por ayudarla a corregir su primer manuscrito. Como la narradora nos cuenta en uno de los párrafos más logrados:

«Leíamos de a dos. Yo tenía que mandarle una copia por mail y llevar una impresa para hacer correcciones en lápiz. Él leía desde su notebook y yo en voz alta. […]. Mientras yo leía, escuchaba que él decía: “punto”, “coma, “punto”, “coma”. Y yo tachaba y agregaba puntos y comas con mi lápiz. ¿Cómo puede ser Stalin? ¿Sólo tenías para corregirme los puntos y las comas? ¿Y el resto? ¿El contenido? ¿No era todo un desastre? “Punto”, “Coma”, “Punto”, “Coma”. Stalin me enseño dónde poner los puntos y las comas. Yo ponía demasiadas “comas” y él me ponía los “puntos”. Stalin, en mi vida, me puso los puntos.»

Stalin es el nombre con el que la narradora bautiza a su mentor. Pero lo que comienza como una relación de maestro y discípula pronto se convierte en una enfermiza historia de amor. Stalin es un hombre casado, de clase media, asentado en una vida algo burguesa y aburrida pero que, de entrada queda claro, no piensa abandonar. La narradora, que viene a llamarse Luz, casualmente —o no—, utiliza los elementos de esta pasión neurótica para abordar también una mirada sobre el acto de escribir, sobre sus propias limitaciones y —cuando su maestro la abandona—, sobre la orfandad de una figura paternal literaria.

«Puede ser tan fácil la vida cuando hay amor de verdad. Puede ser tan tediosa cuando no lo hay. Qué obviedades estoy escribiendo. Stalin acá me diría: “Eso es un lugar común, es una pelotudez. No lo expliques, no lo explicites, contalo. Contá la anécdota y punto”. Eso me diría. Pero esta vez no está para corregirme y por eso en esta novela hay frases que van a sobrar. Frases que explican de más. Que cuentan lo que la situación misma ya está contando.»

Luz, la narradora, quiere ser aceptada, quiere ser comprendida y querida. Lo busca en cada cosa que hace, incluso con su escritura. Un proceso que, de tan obvio, deja de ser artificial para devolver al texto a una primera instancia de fragilidad con la eterna gracia de la niña naif como figura de soslayo.




Los rieles los elijo yo.




Sin embargo, el trasfondo de la novela es el del mundillo literario local. Se mencionan todas las instancias del proceso de publicación: la escritura, la corrección, las discusiones con posibles editores, la insistencia con las editoriales, los submundos del ambiente y hasta los modos de recaudar fondos para el lanzamiento. Para dotar de un efecto realidad instantáneo a su elenco de escritores invitados, Luz los va nombrando y cuenta pequeños detalles de cada uno —a veces no más que una simple percepción—, sin jamás dejar de hacer explícito que se trata de su mirada. Entre otros, desfilan Daniel Guebel (con una escena memorable al comienzo del libro), Gonzalo Garcés, Robertita, Lola Arias, Fernanda Laguna, Alberto Laiseca, Sergio Bizzio y César Áira. Este monster parade vernáculo puede parecer un tanto alienante para quien no conoce el ambiente, y sin embargo, no lo es, porque, recordemos, estamos mirando el mundo a través de los ojos de la narradora. No importa si sabemos quién es Bizzio o quién es Guebel. Importa que están retratados de un modo que siempre nos dice algo sobre Luz, y la persona con la que emprendimos el viaje es ella.

Así dicho, igualmente, puede que siga sonando a novelón chismoso. Pero los devaneos de la narradora respecto de estos nombres es sólo uno de los rieles sobre los que se desplaza el Expreso Marus. Esto queda claro, y legitimado, cuando reconocemos el otro riel. Ahí es donde encontramos inmensa cantidad de ideas, situaciones y comentarios a caballo de figuras míticas como Chaplin, Carlo Ponti, Sofía Loren, Stephen King, Platón, Cervantes, Kierkegaard, Marguerite Duras, Proust, Jean Renoir, Tolstoi, Fellini, Giuletta Massina, Orson Welles, Lou-Andreas Salomé, Freud, Beckett y el recién llegado Fogwill. Como sucede con el final de 8 y ½ o El Gran Pez, estos nombres circulan a lo largo de la novela para reconfortar a la narradora. Para explicar su obsesión con los amores simbióticos, para abrazarla cuando el goce del regodeo en la miseria propia se vuelve insoportable. La inteligencia de la autora está en no hacer esto de modo explícito —diría más: arriesgo que ella ni siquiera es conciente de que está haciéndolo—, y dejar que un sinfín de ángeles cinematográficos y literarios inunden su mundo y sus páginas, y por lo tanto, nuestra lectura y nuestro imaginario.




Tres por uno: me llevo el libro.




Sin embargo, la novela depara algunas grandes sorpresas en medio de su lectura. Luz nos dice que Stalin tiene mucho de Hemingway, quizás algo de Dostoievski y una marcada conexión —al menos en su cabeza— con el Marqués de Sade. Lo que hace entonces la narradora es pausar su relato y diseccionar a estos tres autores, citando un párrafo de cada uno de ellos e iniciando luego una especie de diálogo en el que ella habla por los dos. Cuestiona la cobardía de un Hemingway que suena fantástico como hombre derrotado en su literatura, pero patético como ejemplo de amor apasionado. Encuentra en Dostoievski la figura del atormentado errático que quiere ser amado y sin embargo aleja toda posibilidad real de que esto ocurra. Y trae al Marqués hasta su cama para contarle cómo influyó en su adolescencia, en su descubrimiento pulsante y pensante de lo erótico.

Más adelante, la narradora citará una canción, “Por ese palpitar”. Dice «es la forma, lo canta Sandro y suena impostado, lo canta Vicentico y suena verdadero». Pero también está hablando, sin querer, sobre su propia escritura. Sandro era pura impostación. Vicentico canta desde la tripa. Lo mismo sucede con este relato, que se devora en una sola lectura larga y que suena a canción trasnochada, embebida y lunática.




Kurt Cobain también desafinaba, si vamos al caso.




Volvemos al comienzo. ¿Por qué la imagen de la portada con la esquina torcida y quebrada? Porque así es La amante de Stalin, novela que está plagada también de torpezas: un lenguaje coloquial que por momentos irrita —sobre todo, porque a diferencia del Loser de Robertita, Luz tiene un notorio bagaje literario a cuestas—, repeticiones de palabras que una revisión hubiera pulido, problemas con comas y erratas varias. Esta desprolijidad no es poética. No añade nada al libro, excepto denunciar cierta indulgencia a la hora de corregir. Irónicamente, la pulsión por publicar —que reemplaza, de algún modo, al objeto-de-deseo-Stalin—, sirve como excusa, pero no nos engañemos: a esta novela le hubiera hecho falta un trabajo más prolijo de corrección. Dado que “La corrección” es uno de los capítulos, hay que decir que en cierto modo ese apartado suena irónico.

Hacia el final del libro, Luz quiere tomarse un anís cuando le comunican una traición inesperada. Nos remite a aquello mismo que unas cuantas páginas antes, le recriminaba a Hemingway. Ahora el arco está completo. En el medio, incluso, se permite contarnos el argumento de una novela que no escribirá, y hasta cambiar a tercera persona para incluir un relato a modo de cuento insertado en medio de la trama principal. Aquí es donde Luz sale victoriosa. Porque las erratas se pueden revisar en futuras ediciones e incluso nunca es tarde para encontrar quién termine aquellas lecciones sobre puntos y comas. Pero esta autora tiene algo para decir, y lo escupe desde la tripa, sin pedir permiso, sin presentar sus credenciales. Esto es lo que hace única a La amante de Stalin: no tiene género ni sufre del típico síndrome autista de las novelas sin género. Se parece más a un parque de atracciones que a un argumento. Pasa de largo de las melodías de conservatorio para hacer un impromptu de fusión con actitud punk. No hay técnico de sonido ni auto-tune. Y para el caso, Kurt Cobain también desafinaba. Eso no le impidió conmover a una generación entera con sus canciones.






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