miércoles, 10 de octubre de 2012

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Vino de la casa: "¿Adónde va la verdad?", Pierre de Roo












"No avives a los giles que después
se te ponen en contra"

Carlos Gardel

"La risa canalla (o la moral del bufón)"

Tomar distancia del "yo lírico" fue uno de los primeros motivos que impulsaron la composición poética de Leónidas Lamborghini (1927), desde El saboteador arrepentido (1955), pasando por más de veinte obras de poesía (entre ellas: Las patas en la fuente, Partitas, El riseñor, Circus, El jardín de los poetas, Carroña última forma) hasta la que aquí nos ocupa. Esta frondosa producción poética (a la que se suman dos novelas y una obra de teatro), que conjuga de un modo excepcional la tradición con la transgresión, se distancia del yo lírico poniendo en juego la dramatización, el diálogo en contrapunto (en el esquema de "gauchesco urbano" que guía la saga de El solicitante descolocado, de 1971), la parodia y la multiplicación de voces que estallan, magistralmente, en La risa canalla (o la moral del bufón).

 "La moral del bufón" abre el libro como un "Arte poética" de la parodia que revela la imperfección del modelo ("-La verdad del Modelo, es su propia/ caricatura, y ésta revela/ la mentira de su propia perfección.") y conjuga lo trágico y lo cómico hasta lo grotesco ("Desde el reír, lo trágico mirado;/ la tragedia que empieza en la parodia,/ sigue en caricatura y da en grotesco"). También da la pauta de la construcción formal de cada poema: una serie de tercetos de endecasílabos (hay excepciones en la medida), de extensión variable, cerrada por un verso solo. A la voz del bufón siguen las otras voces (más de cincuenta), agrupadas en "Comiqueos" I, II y III: voces de personajes que se presentan en general en primera persona después de haber sido presentados por lo que funciona como título, precedido por la preposición "de". Los "comiqueos" pueden ser así, por ejemplo, "del balcón", "del boleto" o "de Husur Imperatur". Como en los mejores tangos, con una música acorde con el tema (también las letras dejan aquí su impronta: "Era una forma de no ver, cegarme;/ una forma, de la poesía cruel/ de no pensar más en mí [...]"), cada voz cuenta concisamente su historia, que en muchos casos es trágica (más que en el tango) hasta el horror.

 En "Comiqueos I" se combinan las voces que vienen de la publicidad o del espectáculo (la "de una microcámara" que filmó el orgasmo de una mujer para TV, por ejemplo) con las que remiten al arte, a la literatura (tales la "de Finnegans Jim" o la "de Ungaretti") o bien a las tragedias que de tan frecuentes se borran, como la voz "de los ladrillos parlantes" que vuelan por una bomba ("-Volamos, abrazados, por los aires/ y en escombros caímos convertidos:/ nosotros y los cuerpos que volaron"). En "Comiqueos II" predominan las voces de la tragedia social, como la "de una madre" ("-Desnutrición me llamo y soy la madre/ de esta niña que tengo entre mis brazos/ y a la que amo con todo mi hambre"), la "de un Imperio" (el Imperio de las Villas), o la "del hombre de la Plaza" (el jubilado). En "Comiqueos III", la tragedia social y la familiar se condensan en cada voz: las que pueden parecer más hiperbólicas o grotescas, como la "del asador" ("-Aproveché la ausencia de mi esposa/ Elda Vega; yo, Víctor Esparza:/ para vengarme de ella asé a mis hijos."); las que remedan la tragedia clásica, como la "del hijo amante" que cuenta la larga historia de miseria que lo llevó a violar a su madre, o las más cotidianas (si pudieran hablar, ¡y en ese tono!), como la "del bebé cómplice" de la madre obligada a abandonarlo en un umbral ("Pero no me quejé, guardé silencio,/ sin un chillido o un sollozo; cómplice/ de mi madre y su santa voluntad").

 Desde la distancia de un director de teatro, con su ojo de lince, irreverente, en ese espacio singular en que hacer poesía es hacer política, Lamborghini hace hablar a las piedras bufonas para que la caricatura revele la imperfección del modelo, despliega la parodia donde se cuece el vocablo crudo y, en ese despliegue, le da voz a lo que no tiene voz, a los que no tienen voz ni voto. Es un dador de voces: ése es su arte y su don. Todo un prodigio.

María del Carmen Rodríguez




"La risa canalla (o la moral del bufón)"
Leónidas Lamborghini 
ISBN: 987-9409-43-4
Paradiso

"¿Adonde va la verdad? Artimaña, violencia y filosofìa"



La reciente publicación de ¿Adónde va la verdad? (Waldhuter Editores), del filósofo belga Pierre De Roo, resulta más que sugestiva por su llegada inesperada. De Roo es un filósofo excéntrico para su propia tradición, en el sentido que se ubica fuera de su linaje y de las principales corrientes de la filosofía contemporánea en lengua francesa.


Un pensador que prefiere dialogar con Wittgenstein y la filosofía analítica angloamericana que con el posestructuralismo o el psicoanálisis. En ese aspecto, el gran aporte de su libro es volver a pensar de modo sistemático y muy claro la tensión entre verdad y violencia. Y para ello emprende una genealogía que lo lleva hasta el debate de Platón con los sofistas. Ese recorrido lo hace disparar ideas provocadoras y sustanciales, tales como: “Platón fue el mejor sofista”, o bien “Heidegger es un modelo de cómo no hay que hacer filosofía”.

Sostiene que “durante veintitrés siglos, en la historia de la filosofía, todo se mantuvo igual”, y tampoco es piadoso con su propia tradición: “La filosofía francesa es la filosofía de las ideas vagas”, así como que “Sartre fue una montaña que dio a luz a una rata”, reeditando una frase adjudicada a Hannah Arendt. 
Esa razón dura, se transmuta en una reflexión clara y limpia, así como su escritura, y deja entrever su dirección: hacer que la filosofía baje a la tierra, abandone ideas abstractas y vagas, y propicie las condiciones del diálogo. De Roo clama por una filosofía que fije ese diálogo y deje sin efecto lo que llama “la artimaña de la violencia”. Una filosofía contraria de la platónica que, en los hechos, fundamentó y legitimó la violencia. Sobre estos y otros temas dialogó con PERFIL.
"¿Adonde va la verdad? Artimaña,
violencia y filosofìa"
Pierre De Roo
ISBN: 9789872754006
Waldhuter Editores

—¿Cuál es la relación entre violencia y verdad que usted plantea?
—Es la idea principal del libro y el primer interrogante que planteo. En todos los regímenes totalitarios para dominar no alcanza sólo con la fuerza o la violencia, se necesita algo más, y eso son las ideas. Esas ideas funcionan como la coartada de la violencia y que impiden que el verdugo tenga mala conciencia. Cuando uno mata tiene razón pase lo que pase. Ese fue el mecanismo que me impulsó a estudiar. Lo otro que me interesó fue retomar una idea de Hannah Arendt que dice que el nazismo no tiene nada que ver con la civilización occidental. Es precisamente la negación de los valores occidentales. En cierta manera es como decir: “esto podría no haber sucedido” o más bien “no debería haber sucedido”. Lo mismo se dijo en la Perestroika con el stalinismo, que éste no era malo en sí, sino era Stalin el que cometió un error. A lo largo del libro traté de encontrar una relación sistemática al vínculo que se ha dado siempre entre violencia y verdad. La idea fue remontarme a los orígenes de esa historia y así llegué a Grecia. Lo que trato de demostrar es que la verdad es una estratagema, una artimaña. Platón en su relación con los sofistas obviamente quería ganar porque ellos proponían un relativismo. Y Platón les dice que no, que hay una sola verdad y esa está en el mundo de las ideas. En realidad lo que hizo Platón fue aplicar una artimaña. Para resumir podría decir que Platón fue el mejor de los sofistas y no su enemigo.

—¿Por qué fue tan fuerte el platonismo y ganó en la tradición del pensamiento occidental?
—Justamente, porque la idea de verdad de Platón que se presenta tan limpia y transparente está dotada de una faceta oculta que es la de la artimaña. La inteligencia griega desde sus inicios tiene dos dimensiones: la práctica, la inteligencia del saber hacer, del matemático o médico; y luego el conocimiento maquiavélico que se halla en todo el pensamiento griego, como los ejemplos de Hermes o Ulises en sus aventuras, que siempre encuentran un modo de superar sus dificultades porque son más inteligentes que sus adversarios. Esa artimaña siempre está oculta. Es la inteligencia de la persona que actúa en la oscuridad, nunca de día. Hay tratados de geometría o matemática, pero nunca hemos encontrado un tratado de artimañas, y eso es muy interesante. Habrá que esperar hasta el Renacimiento, a Maquiavelo o Baltasar Gracián, que escriben libros de consejos al príncipe.
—¿Cómo piensa a Nietzsche en este marco en tanto reversión del platonismo?
—Las ideas de Platón tuvieron tanta fuerza porque tenían estas dos facetas. Si existe el mundo de las ideas, éste es el mundo atrapado en ellas. Con el romanticismo y Friedrich Nietzsche el mundo se rebela. 
Por eso Nietzsche es muy importante. Ahí se va a ver el juego entre la esencia y la existencia, el ser y el no ser. La existencia quiere adquirir esencia. Y va a haber consecuencias de liberarse o salirse de esa trampa. Durante veintitrés siglos se impuso la idea de la verdad desde la razón o la religión. La revuelta romántica es contra la razón platónica y la salvación cristiana. Durante esos siglos todo se mantuvo igual. Pero en los últimos doscientos años se producen los cambios, por ejemplo, Hegel hace superponer los dos ámbitos en la lógica del amo y del esclavo y la dialéctica. En el otro movimiento, el del nazismo, es el mundo el que va atrapar a las ideas. 
Los nazis decían que estaban contra la inteligencia y la despreciaban, estaban apegados al racismo, a la sangre. Hay dos entidades entonces que se van tendiendo trampas la una a la otra. La historia de la metafísica occidental es esa: la relación entre la esencia y la existencia. Heidegger va a explicar así muchas cosas. 
—El caso Heidegger siempre es interesante. ¿Qué piensa de esa gran paradoja de Heidegger de haber liquidado la metafísica al mismo tiempo que se afiliaba al nacionalsocialismo? 
—Es un fenómeno muy curioso que muestra el punto muerto al que había llegado la filosofía. El compromiso de Heidegger con el nazismo es totalmente paradójico. El habla de la nostalgia o del olvido del ser: este es el mundo y el ser está más allá. Lo que hace Heidegger es ubicarse entre los dos. 
Hay una palabra que utiliza que es la errancia, como el otro destino. Heidegger quiere volver al ser. Mientras que los nazis tienen una ideología que es la de destruir al ser. En Ser y tiempo, la filosofía de Martin Heidegger no tiene nada que ver con el nazismo. Si en Hegel la verdad es contradictoria, el propio Heidegger no se ubica en un territorio de verdad, no propone nada. Esa es la crítica que le hacía Karl Jaspers. Por eso Heidegger quiso vincularse al nazismo, para fundamentar las debilidades de su teoría. Y se hizo nazi con esa finalidad. Quiso convertirse en el jefe de fila del pensamiento nazi, pero los nazis sabían que Heidegger no tenía nada que ver con el nazismo. No había muchos filósofos nazis, pero sí profesores de filosofía que lo criticaban mucho. 
Heidegger nunca dijo nada sobre el exterminio de los judíos, sino que continuó defendiendo ideas que yo calificaría de neonazis. Es extremadamente ambiguo e incluso deshonesto. Heidegger es el ejemplo de cómo no hay que hacer filosofía. 
—El último Heidegger vira y se vincula con la poesía y la mística. 
—Yo creo que Heidegger es un personaje muy alemán, del sur de Alemania. Me parece que tiene un talento de poeta. Pero se equivocó por completo en su filosofía, me parece que le gustaba el poder.
—¿Y luego de Heidegger, qué le parecen los filósofos franceses de la posguerra, como Sartre, Foucault o Deleuze? 
—Voy a ser un poco provocador, pero me parece que la filosofía francesa de la posguerra escogió el mal camino. Pienso que hay algunos extraordinarios, pero no comprendieron hasta qué punto la ontología católica era peligrosa. Yo soy partidario de la escuela anglosajona positivista, que niega la existencia de la ontología. Pienso en filósofos de la escuela de Viena y en Wittgenstein que no tienen mucho éxito en Francia. Sólo algunos que se interesan por la filosofía del lenguaje. Hannah Arendt dijo de Sartre que era como una montaña que había dado a luz a una rata. Me gusta esa imagen. La filosofía francesa se queda mucho en la retórica: es la filosofía de las ideas vagas. 
—¿Usted menciona a Spinoza en su libro, cómo lo posiciona?
—Para mí es el filósofo por excelencia. Fue quién inspiró a Hegel. Spinoza tiene una posición casi budista. Mientras que Hegel introdujo la dimensión de la historia y la dialéctica, pero Hegel es spinocista y cristiano. El resultado de la dialéctica es llegar al espíritu que sería como llegar al espíritu divino. Spinoza hizo descender a Dios sobre la tierra. 
—¿Cómo piensa hoy la filosofía, qué le parece lo más relevante?
—Me parece que la filosofía ha llegado a un punto importante. Sigue arrastrando ideas antiguas y el poder de las ideas falsas es muy grande. Yo creo que lo que le falta a la filosofía hoy día es abandonar las ideas abstractas y volver a la tierra, eso lo encuentro en Wittgenstein. Me parece que hay que abandonar las ideas raras y volver a lo concreto. Si hoy en día la filosofía puede ir hacia un lado, sería justamente en el sentido de acercar a las personas, en lugar de poner etiquetas sobre las cosas, debería generar posibilidad de diálogo. En un mundo como el de hoy donde estamos obligados a ponernos de acuerdo, creo que la filosofía puede ser muy útil. Y la filosofía debería crear las condiciones filosóficas del diálogo: el platonismo no es una filosofía del diálogo, por eso viene la violencia.

Luis Diego Fernandez

"Historia del Pueblo Argentino"


“Una vida breve, una obra perdurable”, escribe Horacio Tarcus en la introducción a Historia del pueblo Argentino, volumen en el que el sello Emecé reunió seis tomos de un proyecto en el que el historiador marxista Milcíades Peña (1933-1965) se propuso reescribir 500 años de historia. Lo hizo a fuerza de derribar mitos tan instalados –aún hoy lo están, y eso es lo que le da una profunda actualidad a su obra-- que parecían independientes de las premisas y perspectivas que los construyeron. ¿Estamos seguros de que la independencia de 1810 fue una revolución social lograda gracias a un levantamiento popular? ¿Eran nacionalistas los gobiernos de Rosas y de Roca? ¿El peronismo encauzó el desarrollo nacional autónomo?

Decir que Peña era autodidacta no es del todo falso, pero tampoco estrictamente cierto: la formación política puede ser más productiva que la escolarización indefinida. Y Peña se formó en el trotskismo morenista desde muy joven. Sus estudios son, de hecho, una precisa aplicación de la teoría materialista a los procesos históricos, lejos de cualquier reduccionismo economicista, aunque (o precisamente por eso) su influencia, en lugar de reducirse a los teóricos de izquierda, llegó a las más diversas corrientes historiográficas. De esa enorme y ecléctica influencia nos habla el panel de intelectuales que presentó esta edición definitiva días atrás, en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA: la socióloga Maristella Svampa, el historiador Horacio Tarcus, el filósofo José Pablo Feinmann y el editor Fernando de Leonardis (faltó, con aviso, Eduardo Grüner). Pero también, como recuerda el propio Tarcus, en las décadas de 1970 y 1980, cuando nadie sabía muy bien quién había sido Milcíades Peña, una gran diversidad de autores comenzaron a utilizar sus categorías; Oscar Oszlak y Waldo Ansaldi recurrieron al concepto de “suboligarquía financiera” para pensar el juego de las facciones internas a la burguesía en el proceso de formación del Estado. El historiador británico David Rock y el francés Pierre Salama reconocieron su deuda con Peña en sus estudios sobre Latinoamérica. Los más prestigiosos autores que ensayaron una interpretación sobre el peronismo –Carlos Fayt, Alberto Ciria, Miguel Murmis, Juan Carlos Portantiero, Alejandro Rofman, Tulio Halperin Donghi y, más recientemente, Felipe Pigna-- retomaron sus tesis, a pesar de que en ellas se caracterizaba al movimiento justicialista como “bonapartimo”. El propio Feinmann arrancó su exposición, a la que concurrió con aquellas viejas ediciones publicadas como folletín, llenas de notas y subrayados, destacando que entre los autores más importantes de su formación estaban “Marx, Hegel, Sartre y Milcíades Peña”.

Es difícil imaginar hasta qué punto hubiese sido importante su producción si en 1965 y con sólo 32 años no hubiera acabado con su vida. Como es difícil imaginar hoy un intelectual de tan sólo 25 años escribiendo esta obra monumental, alejada de cualquier academicismo sin perder por eso rigurosidad, y publicándola escondido tras un seudónimo. Detrás de aquella fatal ingesta de pastillas pudo haber una infancia tortuosa – varias enfermedades y una madre con problemas psiquiátricos que terminó dándolo en adopción a sus tíos--, pero sin duda también un desencuentro con la clase obrera que, en esa época de peronismo conscripto pero omnipresente, lo habían dejado solo otra vez: los trabajadores no querían encabezar la revolución, querían que volviera su líder. No deja de ser sintomático que, en una obra poco propensa a los nombres propios, donde los sujetos históricos y las fuerzas políticas son remitidos a los procesos sociales, las figuras de Sarmiento y Alberdi se destaquen en su dimensión trágica. Donde el drama personal –la desconexión del intelectual tanto con la burguesía como con los trabajadores— expresaba el drama argentino: la falta de clases donde apoyar su programa de construcción de una gran Argentina.

"Historia del Pueblo Argentino"
Milciades Peña
ISBN: 9789500434409
Emecé
Esa Argentina grande con la que soñaban tanto Alberdi como Peña podría haberse parecido al Paraguay de mediados del siglo XIX, un país esplendoroso hasta que la “Guerra de la triple infamia” (en términos del propio Peña) lo destruyó, dejando diezmada a una nación que lo tenía todo: medios de transporte (se desarrollaron los ferrocarriles y en su astillero se construían modernas embarcaciones) y comunicación (telégrafo), y ni una sola deuda. No porque les faltara el crédito externo sino porque se bastaban con lo que generaban internamente. Fueron los intereses británicos sobre esos territorios donde se producía el algodón que ya no se podía conseguir en el sur de los EE.UU. después de la Guerra de secesión (finalizada, justamente, en 1865, cuando comenzó la Guerra del Paraguay), los que forzaron a las elites argentinas, brasileñas y uruguayas a enviar a sus ejércitos contra las tierras gobernadas por el mariscal Solano López. La justificación retórica de Bartolomé Mitre que extracta Peña en Historia del pueblo argentino no se diferencia de la que podríamos escuchar hoy de los voceros de la OTAN: la guerra no se hacía “contra el Paraguay sino contra el tirano que la esclavizaba” y se hacía en nombre de la civilización y el liberalismo contra la barbarie. Esa es la versión que llegó a Wikipedia. Cinco años le tomó a esa alianza latinoamericana digitada por Inglaterra doblegar la voluntad de lucha guaraní, que no cesó sino cundo quedó el 15% de la población masculina, entre 200 y 300 mil hombres, en pie.

Pero por qué, como recuerda Feinmann, “el modelo paraguayo era el único proyecto alternativo en Sudamérica para Peña”. Porque para él, el drama nacional era, precisamente, la “falta de síntesis entre las dos clases que había en la Argentina”. Por un lado, una burguesía comercial porteña, que no producía nada pero necesitaba un mercado interno para vender los productos importados; por otro, los estancieros y saladeristas, vinculados a la producción del país, “pero que eran antinacionales porque tenían el control del puerto y de la aduana y no estaban interesados en la conformación de un mercado interno”. Esta es la síntesis que no fue, y que podría haber generado una clase cuya producción nacional necesitara de la generación de un mercado interno, que fue lo que sucedió en EE.UU. y, en parte, era el proyecto del Paraguay.

Maristella Svampa se detuvo en tres de los mitos que nuestro autor se empeña en derribar. Contra el mito de nuestro pasado feudal y la superioridad de la colonización inglesa, “Milcíades analiza los modos de producción que conoció la América colonial siguiendo a un historiador olvidado, Sergio Bagú, quien defendía la hipótesis de que, después de la colonización española y portuguesa, América latina asume el patrón de organización capitalista adoptando una forma singular: el capitalismo colonial”. En este, si bien subsisten formas de organización feudal y esclavista, se produce para un mercado internacional. Peña retoma esta perspectiva para hablar de un desarrollo desigual y combinado, algo que no era evidente en la época y que llegará a conceptualizarse de manera más acabada con la teoría de la dependencia en los 70.

Peña discute, así, con los que tienen una visión idealista de la historia. La colonización inglesa, para él, no fue superior a la española; de hecho comprendió tanto el norte liberal e industrial como el sur esclavista de los EE.UU. El problema argentino, para este autor, es otro: “la maldición de la abundancia fácil”. “Es precisamente la prodigalidad de la tierra (la riqueza natural) lo que explica para Peña el retraso de nuestras sociedades y la emergencia de una clase dominante parasitaria”, señaló Svampa y se refirió a teorías recientes que retoman esta perspectiva en América latina para explicar, por ejemplo, fenómenos como el extractivismo, la sobreexplotación de los recursos naturales o la “república sojera”. ¿Cómo van a salir del atraso exportando vacas y cueros?, se pregunta el autor. En su presentación, Svampa propuso reemplazar “vacas” por “soja” para interpretar la realidad actual.

Milcíades propone leer a Sarmiento y Alberdi “sin lagañas tradicionales” para desmitificar la dicotomía civilización o barbarie, como si se trataran de categorías fijas. Para ambos próceres, que tenían proyectos nacionales distintos (uno apoyaba la centralidad de Buenos Aires y el otro la Confederación), la barbarie estaba tanto en el interior como en Buenos Aires. Pero lo que pone en diálogo a los tres autores, para Svampa, es que “identifican a la civilización con el desarrollo nacional autónomo”.

Por último, la socióloga rescató una nota a pie de página donde Peña dice que el peronismo, como el bonapartismo, es el gobierno del “como sí”, que tiene “la capacidad de colocarse por encima de las clases pero extrae su fuerza de los conflictos de clase”. Vale decir, explicó Svampa, que detrás del progresismo y de una posición pretendidamente revolucionaria, lo que el autor trotskista veía es un gobierno conservador.

Si bien Svampa se lamentó por no encontrar en las páginas de Historia del pueblo argentino el sujeto emancipatorio que sería capaz de escribir otra historia, no es menos cierto que con su análisis de las clases dominantes y la situación colonial en la que se encontraba el país, Peña se adelantaba a esos estudios que hacen foco en las elites más que en quienes las resisten; estudios que hoy son reclamados no sólo desde las academias sino desde los nuevos movimientos sociales, quienes comienzan a percibir que el germen de los problemas sociales no arraiga en la pobreza extrema sino en su reverso: la riqueza desmesurada.


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Peña  Básico:

La Plata, 1933 – Buenos Aires, 1965. Fue militante trotskista desde su adolescencia hasta su temprana muerte. Autodidacta, escribió sobre historia y sociología, fue editor y traductor. Se convirtió en un referente de los intelectuales marxistas. Polemizó con Abelardo Ramos (“un apóstol del disparate”), con los revisionistas y con la historiografía liberal. “El desarrollo histórico no es armonioso y lineal, sino contradictorio y desigual”, decía Peña. Historia del pueblo argentino fue su proyecto más ambicioso. Redactado entre 1955 y 1957, fue publicado póstumamente en 6 entregas y ahora reunido en un solo volumen: Historia del pueblo argentino, donde analiza la formación económico-social del país y su estructura de clases desde la colonización española hasta el golpe militar que derrocó a Perón en el 55.

AGUSTÍN SCARPELLI

"La última de César Aira"



Hace unos cuantos años (creo que cinco, si no me equivoco) me propuse escribir una novela, o mejor dicho demostrarme que podía escribir una novela en el acto mismo de componer una. La ligereza del desafío autoimpuesto me dotó de una envidiable libertad de movimiento. Escribía sólo para ver si salía algo. Dado que no tenía ni idea de cómo hacer tal cosa, decidí tomar un modelo prestado, a la vez el más a mano y el que más me gustaba: sí, claro, el de César Aira. Ya por entonces había toda una camada de aireanos (el “spam”, como los llama con malicia Fabián Casas) a los que venía a sumarme alegremente; si tanta gente escribía como el Maestro ¿qué le hace una mancha más al tigre? Al mismo tiempo era una forma de sacarme de encima la ¿cómo le dicen? “angustia de las influencias”, escribir una novela a la manera de Aira y después tratar de no volver a escribir así nunca más en la vida. Por eso, me dije, “si vamos a hacerla, vamos a hacerla bien” y como para darle una vuelta de tuerca al asunto se me ocurrió que aquello que se encontraba vedado en las otras novelas “aireanas”, la influencia, o mejor sería decir “el procedimiento” que las guiaba, acá apareciera bien al frente, como una cuestión misma de la trama. Los resultados están (a partir de hoy) a la vista. A mis amigos les gustó (por algo son mis amigos) y gracias a su insistencia saqué a pasear el texto para que conociera a nuestras queridas editoriales independientes. El primer editor que leyó el original me dijo que lo quería publicar, pensé que tocaba el cielo con las manos, ya me imaginaba dando entrevistas, protagonizando suplementos literarios, iniciando polémicas, citado en ponencias. Después surgieron problemas de presupuesto, después me dijo que un tipo que vivía en España y había cobrado una gran herencia iba a poner la planta si el texto le gustaba (y después me aclaró que al mismo tipo no le gustaba nada Aira) después me cansé de llamarlo y hacer el papel de boludo. De ahí todo fue barranca abajo: dos editoriales alegaron tener completa la lista de títulos, otro editor me dijo que era demasiado larga y que los personajes fracasaban con esos nombres tan raros (¡como si hubieran nacido para triunfar!). En fin, hace mucho que no la releo y si lo hiciera hoy no sé si me atrevería a darla al conocer, pero lo cierto es que fui feliz mientras la escribía y no le guardo ningún rencor: me parece que descansará mejor y en paz colgada on-line al virtual alcance de todos que sepultada bajo el moho polvoriento del cajón donde duermen todos mis originales.

Tras leerla, César Aira le dedicó un elogio borgiano: “Muy instructiva –dijo– parece una novela mía, pero escrita en prosa”.
Ariel Idez







"La última de César Aira"
Ariel idez
ISBN: 9789872709136
Pánico el pánico